Debimos ser felices, de Rafaela Lahore (La navaja suiza) | por Óscar Brox

Rafaela Lahore | Debimos ser felices

A menudo tenemos la sensación de que resulta necesario recabar hasta el último fragmento de nuestra memoria familiar antes de que acabe consumida por el tiempo o por el olvido, si es que no se trata de la misma cuestión. Quizá esa necesidad consista en entender el pasado, todo lo que nos precedió, que es también una buena forma de anticiparse a cometer los mismos errores; o, simplemente, consista en entender. A secas. Escuchar los pensamientos, las intimidades y las fantasías de nuestros padres. Ponerles voz, relato y narración. Movimiento. Proyectarlas sobre la pared de la habitación como un viejo Cinexin en el que los rostros deformados por el tiempo viven lo que dura la película casera. A veces, cuando hablamos de la memoria, lo acabamos haciendo a propósito de las numerosas formas (textos, imágenes, objetos…) para intentar agotarla.

Empecemos por el principio: la forma. Esa primera decisión que toma Rafaela Lahore en su novela. Llamémosla libro. Libro de retazos, de fragmentos y piezas que se encadenan unas con otras a medida que la memoria conecta, explica o razona cada momento. Bastan unas pocas líneas, que podrían ser las de un diario -al fin y al cabo, hablamos de la intimidad-, para hacer hablar a los hechos. Cada fragmento desentraña una realidad, una voz o un rostro. Le da vida; a veces, diríamos, una vida extra. Y sobre todo le da un lugar, un espacio, su razón de ser. No en vano, Debimos ser felices arranca con una nota de suicidio que nunca llegó a cumplirse. Y, precisamente por eso, que activa todos los resortes de los que dispone la autora para desentrañar los motivos.

La novela nos sitúa en ese extremo geográfico en el que Uruguay toca con Brasil, pero lo justo sería añadir que no se trata de la única frontera presente en el texto. Diría que, para Lahore, casi todos los miembros de su familia constituyen una frontera. Un país. Una identidad secreta a la que quiere, aunque no sabe si podrá, penetrar mediante la escritura. Le sucede con el abuelo, el padre terrible, con su violencia y desafecto. Le cautiva, seguramente por estremecedor, el mundo que describe, la realidad que toca. Y le sucede con la madre, con esa fragilidad psicológica que viene y va, con los hombres que pasan por su vida, a veces se quedan y construyen un precario núcleo familiar. Hay ahí mucho pathos, demasiadas emociones, y Lahore comparte ese sentimiento de impotencia al percibir que durante demasiado tiempo ha accedido a ellas a través de la mirada infantil. Es decir: atendiendo a las diferentes mudanzas de un punto a otro del país o de la ciudad, a las ausencias y los silencios, al olor a caramelo de limón que anunciaba la llegada de sus parientes o a esas pocas palabras, el vocabulario mínimo, con el que cualquier niño aprende a explicar su mundo.

Por eso, la novela siempre se mueve por los mismos lugares, las mismas fotografías, los mismos silencios. Si pudiera, su autora rastrearía hasta el último pliegue de los rostros familiares, cogería por las solapas a su memoria, a su genealogía, y le obligaría a hablar. A discutir. A explicar los sucesivos vaivenes que su escritura fragmentaria consigna con la paciencia de un contable, pero sin renunciar al mismo tiempo a la poesía. A la belleza, un tanto esquiva, de las pequeñas cosas. A la tristeza por los hermanos que murieron, por la violencia sufrida o por esa soledad demasiado ruidosa que sobrevuela a ciertos aspectos familiares. Con todo, lo justo sería señalar que bien pronto Lahore nos revela su deseo: retratar, más que el álbum familiar, el álbum de su madre. Darle voz. Ofrecerle la narración. Construir su relato. Preguntarle, y preguntarnos, si en esas circunstancias fue feliz. O si, acaso, pudo serlo. Explicarse, y explicarnos, qué le llevó hasta la escritura de la nota de suicidio y qué le llevó, también, a guardarla en un cajón.

El género memorialístico, bastante agradecido para el lector, apela con mucha frecuencia a los resortes íntimos, a lo interior y privado como fundamento del texto. Hay una realidad descarnada, que las palabras, o sea la literatura, apenas barnizan con un poco de forma y estilo. Hay un deseo de hacer que todo hable, que hasta el último objeto desgrane cuanto sabe del pasado. Y hay, por encima de todo, un deseo de apropiarse del pasado, que es lo mismo que decir de revivirlo. En esta pequeña novela, de estructura fragmentaria y escritura delicada, Rafaela Lahore construye un álbum en el que sus textos sustituyen a las imágenes. Las recrean, las admiran, las critican y las describen como solo se puede hacer cuando hablamos de memoria: con una pizca de verdad y mucha de ficción. Y es cierto que, una vez leída, Debimos ser felices deja ese poso amargo de la lectura que revela unos cuantos secretos, que los acecha y zarandea porque le va la vida en ello. Durante el rato que abarcan sus hojas, Lahore nos permite ser testigos, prácticamente miembros, de su familia. Vivir, sentirlos, a veces quererlos. Entenderla. Lo suficiente como para devolverle ese acto de gratitud describiendo su esforzada empresa para dar vida a esa constelación familiar. Gracias por dejarnos penetrar más allá de su frontera familiar.


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